Últimamente me ronda por la mente el tema de los cargos de confianza del Presidente de la República. Tengo entendido que constituyen casi ¡¡cuatro millares!!, aproximadamente, y que existe la intención de rebajarlos a 700, nada menos. Intendentes, gobernadores, directores y asesores varios que tienen demasiada ingerencia en nuestras vidas, que se alzan como autoridades sin pasar por el escrutinio público y de los cuales, casi siempre, no sabemos absolutamente nada. Pues bien, objeto su existencia por tres razones:
1. No creo materialmente posible que una persona, por más popular que sea, tenga tantas personas de su exclusiva confianza. Sé que es un eufemismo esta denominación, pero estas personas entrarán por la puerta ancha en la Administración Pública, y no sé si todos ellos se tomen esta entrada con la seriedad que corresponde, que honrarán la "confianza" depositada en ellos, pero creo que éste es el menor de los problemas que plantea el asunto.
2. Está claro ya que, a estas alturas, pues lo hemos comprobado, estos cargos sólo sirven para darle pega a la inmensa familia concertacionista y para agradecer ciertas gestiones de oscuros personajes, los mismos que sirven de chivo expiatorio cuando estalla el escándalo. No me cabe duda que esta bacanal de cargos también será provechosa y gozosamente usufructuada por la derecha, que no dice ni pío al respecto. Si incluso escuché por ahí que "la derecha no tiene con quién gobernar" en velada alusión a la generosidad laboral de nuestro Estado: no habría gente suficiente para ocupar tanta vacante.
3. No sé por qué se admite sin más la existencia de estos puestos sin abiertamente denunciar la flagrante violación al espíritu de una elección que supone. La lógica democrática implica una aplicación irrestricta del principio de "elección de los mejores o más aptos" para que ellos puedan, en representación de la sociedad toda, guiar los destinos del país. Es en virtud del voto ciudadano que debería producirse, en la teoría -ya que la democracia hace posible esto-, una depuración de los elementos que no están a la altura del cargo al que se postula, que se pueda tamizar este libre y fácil acceso a ser autoridad. Este enunciado, hoy por hoy, hace agua en dos maneras distintas: por la vía político-militante se restringe el citado acceso a las nuevas generaciones, frustrando el objetivo inicial (son siempre los mismos en una descarada travesía por distintas reparticiones, lo cual hace presumir de dichos personeros una inaudita competencia o capacidad o, simple pero más verazmente, que no tienen capacidad alguna, de ahí su rotación, hipótesis harto más plausible), y por la vía del tema que nos ocupa, transformando la gravitante elección en un asunto rutinario, la representación democrática en una farsa y nuestras autoridades en meros títeres de las cúpulas. Hoy más que nunca la Autoridad, la digna y verdadera, la que nos puede mover a hacer grandes cosas, brilla por su ausencia, y asistimos al triste desfile de funcionarios grises y anónimos, con mucha labia y poco seso, a veces ni eso, la real Administración Pública de apernados mediocres y displicentes que son los que efectivamente constituyen el pulso de este país, de nuestra política y de nuestra democracia.
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